Retorno

 

Me refugié en el sueño.

Logré de un solo ojo

meterme entre tus brazos.

Me empiné cuanto pude

para fundirme en sangre.

Tu cuerpo se hizo agua

para encauzar mi nave.

Desvelados en siestas

al sopor de los álamos

graneado el sol de agosto

acurrucó el destiempo

mi vientre palma hueca

de continentes varios.

 

Yo fui rasgando velos

al atrio del templo,

contemplé los cirios

gigantes y el botafumeiro

con su pendular metálico y gangoso

entre nubes que aislaban de viles olores…

 

La luz de cripta luchó contra tinieblas

chocando levemente en los sarcófagos

de nobles endiosados a la categoría del mármol.

 

Todo mi ser sangró exculpando el dolor

de mis debilidades.

¡Creí! ¡Creí! ¡Creí!

Pero mi fe no me salvó del horror de la carne.

Mis posesiones, todo lo que yo fui por la inmortalidad.

 

Y el amor se alejaba catacumbas abajo,

serpenteó en laberintos detrás de lo secreto

y me dejaba inerte.

Se alzaba el desamparo.

 

Con mi cruz recordaba la falta de recuerdos

en que el cuerpo latía en el vientre de madre…

Antes de mí, ¿quién era?

Antes de este montón de errores, desaciertos…

Maté, robé, porfié… me coroné de orgullo…

El cínico respaldo a mis semejantes…

El hipócrita juego de saber más que el otro…

Yo condotiero, mercenario, luchador y lancero

de un reino floreciente

tuve dolor hasta perder los dientes.

Me destrocé la lengua para no maldecir mi fe

que era mi fiera: la indomable verdad

royendo mis entrañas en el infierno cierto

de cada madrugada.

 

De lo alto del trono caí en la servidumbre:

la humana, la más cruel, la más perversa.

 

Herido de mil dardos, sucumbí a mi defensa.

Descendí por los montes,

me quemé en el desierto

y hoy vuelvo a la caverna,

al vientre de mi madre.

 

Y al fin, ya sin aliento, declaro el territorio

constante de mi ego vencido.

Proclamo al pie del grito que soy sobreviviente

del llanto sin respiro, de la melancolía gigante

porque soy un humano que completó su ciclo.

 

¡Vencedor de mí mismo!

© Leibi Ng

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